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Revisión del 22:13 11 jun 2016
Escrito por su marido D. José Sánchez Arjona y Jaraquemada
Nota: Esta edición refunde la copia mecanografiada por Fernando Yñiguez Sánchez Arjona de un original manuscrito y la de Pedro Sánchez Arjona Valls, proveniente del archivo Salazar Acha. A la primera, que está encuadernada y forrada sus cubiertas con pergamino de un libro de canto, le falta el último párrafo del texto; mientras que a la segunda le falta la introducción del texto, pues empieza en la frase “Nació el 10 de Agosto de 1770 en la villa de Aroche, provincia de Sevilla, actualmente de Huelva.”, al final de la página 4 de esta copia refundida, hasta el momento la más completa que se conoce.
En que consiste: ¿Qué los hombres sean siempre lo mismo? En que: ¿El que cada vez se separen más de la sabiduría? En que: ¿El que existan los mismos delitos, las mismas pasiones y las mismas maldades?.
Los siglos pasan, las edades les alcanzan, los filósofos se encuentran a millares y los consejeros son tantos que no caben en el guarismo. Los libros se multiplican, cual se multiplican las langostas en los campos, que destrozan. Están pues condenados al suplicio de aquel que sembrando granos se le convertían en peñascos. ¿Cómo puede ser otra cosa cuando vemos en este tiempo las mayores maldades? No hemos visto que los ilustrados escritos de los filósofos del siglo XVIII, salir LOS MARAT, LOS ROBERPIERS, LOS LEBONES y otros tantos mil monstruos. ¡Oprobio de la humanidad! ¿Qué en el 13 a pesar de las lecciones que nos debían servir de escarmiento, vemos actualmente en nuestra España Un Palillo. Un Tristán, Un Cabrera y tantos otros? No hay duda este furor de escribir, de tratar, de leyes, de política y de moral, punto el más interesante nos ha conducido a no tener leyes, hacer de la política una escuela de máximas capaces de avergonzar al más desalmado asesino. ¿Y de moral? ¡en donde existe! Verla si no en estos innumerables casos donde encontraréis pálida y aún permitida las más inicuas acciones. Los hombres inquietados de una inquietud secreta, procuran lo que no les es dado y hacerse visibles, lisonjeando las pasiones y estas nuevas enfermedades de grandes horrores y grandes preocupaciones.
No han podido esos millares de predicadores desterrar un solo vicio y los mismos delitos, que existían en tiempos de los Asirios, Medas, Persas, Griegos y Romanos se han visto y ven reproducirse en las naciones que habitan en el día Europa. En estos, todos convienen: yo añado que se han aumentado, somos como las mujeres turcas que tanto y tantas veces atavían a las recién casadas que al fin las hacen insoportables a sus esposos. Se oculta la verdad entre tanto cumulo de superfluidades que es imposible descubrirla; se entierra el diamante entre tanto cieno y basura que se confunde con ella ¡Miserables mortales! En esto todos convenís, sois de mi opinión. Pero no se encuentra remedio. No se encontrará, pues para ello es necesario desnudarse de esas preocupaciones, tal vez demasiado arriesgadas; separar lo superfluo y buscarlo en la naturaleza, en la inocencia que es la que produce las virtudes. Cansados los hombres de hablar sobre la felicidad que debiera gozarse y mirando donde encontrarla; tienen que apelar a los primeros tiempos de la edad dorada; a la edad en que la naturaleza obraba por sí sola, en la que las virtudes eran practicadas y no teorizadas, en aquello en fin a que debemos volver si lo queremos.
Me diréis: A que viene lo dicho al objeto que te propones ¿No es eso pintar la vida de una mujer? ¿Qué tiene que ver la salud del género humano con los hechos de una mujer por virtuosa que sea? ¿Qué ciencias estudian éstas para transmitirlas a sus hijos? Cuando las más apenas saben leer y escribir. ¿Insensatos! ¿Dónde está la verdadera ciencia? Se halla en nosotros mismos; se halla en una conciencia recta; en una perfecta inocencia; en una máxima, trasladada de padres a hijos, sencilla y clara, sin argumentos, sin retóricas, sin excepciones hijas de la confusión.
Dejad obrar la conciencia pura y vosotros seréis felices.
Este es justamente mi intento; los hombres se han cansado de buscar medios para hacer su felicidad, la que a golpes seguros es la verdadera sabiduría. Han examinado y propuesto planes de educación. Han apurado, por decirlo así, toda la retórica y la elocuencia, tienen adornos para conseguirlo, y permítaseme decirlo, no han hecho más que empeorarlo, han ido por el camino contrario. Solo uno le señaló cuando dijo: “Los hombres serán lo que las mujeres quieran” y otros “A percibir empiezo que en este mundo maldito nada queda bueno sino la virtud”: Este dicho de que apenas se ha hecho caso hasta que lo resucitó Aimé Martin en su inimitable obra, es el único y verdadero camino para la reformación del mundo. Separemos de la virtud esos circunloquios, sea sencilla, clara y natural. Llevémosla por sus caminos y ver aquí regenerada la sociedad. Las madres de nuestras sociedades modernas, nos dan nuestros primeros sentimientos y nuestras primeras ideas, la madre es la que conoce la índole de un hijo. Un joven sigue los primeros caminos que no abandonará en la vejez. El hombre del siglo. Napoleón decía a madame Campán: “Los antiguos sistemas nada valen ¿qué falta a la juventud para estar bien educada? Madres, respondió la Campán; pues bien dejad a las madres que eduquen a sus hijos respondió; él decía “el porvenir de un niño es siempre la obra de su madre” y repetía a menudo, que debía a la suya la grandeza a la que había llegado.
He aquí mi idea al escribir tu vida. Probar con ejemplo lo dicho y hacer ver que el sistema de Aimé Martin es el verdadero. Sin esos grandes doctores, sin Aristóteles, Platón, Voltaire, Diderot, D’Alamber y millones de escritores presentaré a una mujer que guiada por la naturaleza impregnada de las lecciones de su virtuosa madre ha formado hijos que han llenado y llenan los deberes de ciudadano, ha hecho la felicidad de su esposo y casa que la ha sostenido y aumentado sin ningún medio que tenga asomo de vicio, que se ha hecho y sentir la dicha de conocerla. A esto y no a otra cosa se reduce cuanto se ha querido y quiere enseñar y en esto está comprendida la verdadera educación.
El objeto de todo que enseñamos es formar un corazón religioso, hombre de bien, y buen ciudadano, con esto está dicho todo ¿Qué hay en esta misión que la mujer no sea capaz? ¿Quién mejor que una madre puede enseñarnos a preferir el honor a las riquezas, a querer a nuestros semejantes, a socorrer al desgraciado, a levantar nuestro espíritu hasta lo bello y lo infinito?
Un ayo común aconseja y moraliza pero esto mismo una madre lo graba en el corazón y alma, haciéndonos amar, lo que el ayo a lo sumo nos puede hacer creer. Así es como ella obtiene por el amor la virtud. Esta influencia materna existe por todas partes. Determina nuestra opinión, nuestros gustos y constituye generalmente nuestros destino. Dejad pues obrar este sencillo maestro, dejad que el amor, el cariño, la suavidad, hagan el oficio de Maestro. No lo contaréis por esa locuacidad incansable, por esas disputas eternas, por ese cúmulo de obras, que tenéis a la vista, pretendido tesoro de conocimientos sublimes, que no es otra cosa que un depósito humillante de contradicciones y de errores. En Lorenza Mameda Boza tenéis una prueba.
Nació el 10 de Agosto de 1770 en la villa de Aroche, provincia de Sevilla, actualmente de Huelva. Sus padres D. Rafael Boza y Doña Antonia Parreño, ambos distinguida nobleza; nobleza digo no porque quiera sostener antiguas preocupaciones que aunque es cierto tenían sus excesos eran poco comparados con sus virtudes. No; no es ni será la nobleza una quimera, es y será un ejemplo, que nos guía a las bellas acciones por las que adquirieron nuestros padres. No diré tanto como el Cardenal Richelieu, quien decía: “Había visto a los nobles algunas acciones malas, pero a los plebeyos ninguna buena”. No lo diré, pero sí diré: que todos apetecen esas cualidades y que lo primero que veo en el señor, en los reyes, y en toda su genealogía; y a todos fuera dable escoger padres, seguramente no los escogerían de la hez del pueblo. Queremos desterrar antiguas preocupaciones, antiguas ideas congregadas con el tiempo y admitidas por los hombres sabios y los que tenemos por tales. ¿Y con qué fin? Con el de innovar, con el hacer ver que sabemos más que nuestros padres a quienes casi ridiculizamos. Con el deseo de hacer nuevo mundo, una nueva era, un nuevo modo de vivir. ¡Miserables! ¿y lo conseguiréis? Si por un momento, triste momento, regado con la sangre de tantas víctimas, con la destrucción de tantas familias, con terror y el horror, ¡qué habéis conseguido! Que las cosas han vuelto y volverán a su estado como la piedra, que en el agua y por su gravedad se va al fondo, como la fuente a fuerza de mover sus aguas con violencia, se enturbia, y lo grave sube y lo liviano baja, pero luego que la dejéis vuelve a su estado natural, como el humano al que por más que se comprima, en dejándole sube a las regiones eternas que es su tendencia. Quitad primero la ambición al hombre y luego lo conseguiréis.
Desde luego que nació, empezaron a vislumbrar las virtudes de que debía estar adornada. La naturaleza, como que se anticipa por señales a que las más de las veces no damos atención, a demostrarnos lo que podemos esperar o temer de nuestros hijos. El espino que ha de espinar: dicho vulgar, pero que como todos los de esta especie son las cosas más ciertas, el amor que en su tierna edad concibió a su padre, hizo que éste la antepusiera a sus muchos hijos en su cariño. Era idolatrada por él. Mas la suerte adversa, quiso lo perdiese a los 9 años de edad.
Parece a veces que se complace el destino en acumular males a una familia y preparar uno sobre otro, de tal suerte que sólo en alma grande puede hacerse superior a ellos, una joven de 24 años en quien se disfrutan las ventajas, los dotes morales y personales, a quien una de aquellas necesidades comunes en las cosas, hacerle deje su esposo a las 20 horas de parida a quienes aguarda con la impaciencia de su afecto. A los 5 días que éstos se pasan y que a lo dicho recibe la noticia de su muerte. El cariño, la memoria de tantas pérdidas y 6 hijos de los que el mayor era de 15 años, las cortas facultades para atender a tan numerosa familia. El mal causado tanto por el parto como por la incertidumbre ¿qué efectos pueden producir con el golpe que se le aumentó de una muerte tan inesperada? Una enfermedad en la cama donde la sufrió por tres años. Estos mismos y aun toda su vida, conservó un luto riguroso. ¿Acaso se burlarán de un sentimiento tan arraigado, de un ejemplo que haría ridículos a sus hijos que lo observasen y lo tendrán por un exceso de fanatismo? Decía el célebre Lulli: “Aminoración de lutos, depravación de costumbres” Queremos hacer hombres y empezamos por hacerles insensibles. Insensibles digo, pues no puede dárseles el epíteto de cafres, bárbaros, hotentotes, pues no hay nación donde no se dé el honor y respeto a las personas cuya muerte presenciamos. Desde que hubo género humano, hubo respeto a los difuntos ¿y queremos contrariar esa máxima ingénita en el corazón humano? A través de algunas imperfecciones que vemos en nuestros antecesores, inherente a todo lo que hacen los hombres, queremos tomar el partido contrario, que es el de desnudarnos de todo afecto, de todo amor, de todo sentimiento. Detestemos a todos los que no supieren estas ideas, sigamos la verdadera, imitemos a doña Antonia Parreño, que en la edad de 24 años, dotada de una particular hermosura, apetecida de infinitos, sin haber saludado las universidades, decía: “Antes deseo que la tierra se abra y me sepulte, antes deseo que el Supremo me haga ceniza con sus rayos y me condene a una noche eterna que, ¡Oh castidad! te viole y traspase tus derechos. Aquel que primero unió sus amores con los míos y los llevó, téngalos consigo en el sepulcro y allí consérvelos” Máxima que repetía continuamente.
Postrada en cama sin conocimiento, inútil para el manejo de su casa, sólo queda su hija. ¿Pero qué puede hacer una niña de 9 años? Todo esto es el efecto de una buena educación, el fruto de los consejos de una excelente madre, imbuido, no por el rigor, no por el temor, sino por el cariño y el amor, con la expresión natural y sencilla cuyo método hace tal impresión, que desde la más tierna edad, nos imprime las ideas con caracteres imborrables. Esta niña, a los 9 años, toma el manejo de la casa, atiende y cuida a sus hermanitos, prodiga a su madre los socorros que necesita en su triste situación, proporciona alimento a sus criados, maneja las cosas del campo como el más consumado labrador, hace trabajar a sus criados como la mejor madre de familia. Echa sus telas para vestidos, cuida la bodega para que no sean violadas las continuas acechanzas a que está sujeta. Hace más, su naciente hermosura, pronóstico del grado eminente al que llegó después, su natural aseo y una cierta gracia naturales, incomprensibles, afecta a su cuerpo y semblante que hasta su muerte no la dejó, aficiona a cuantos la veían y les infundía el deseo de aliviarla en sus continuas fatigas. Se hizo el ídolo de la familia y en especial de su tío el Conde del Álamo, hombre opulento y encantado de su sobrina, abrió sus tesoros para ayudarla en todas sus necesidades. En efecto, al cumplir los 3 años de la muerte de su padre, aliviada su madre de la atroz y larga enfermedad que padeció, capaz ya su entendimiento de conocer, se encontró como por encanto en una casa desempeñada y abundante con su caudal capaz, siguiendo el rumbo trazado por su hija, de poder acomodar a sus seis hijos y vivir con desahogo. ¿Qué gracias no dio a su hija de tal conducta? No, no le quitó el manejo de su casa, siguió sí, como una compañera, un alivio de su hija, que le permitió perfeccionarse en el manejo del uso de la aguja en que igualmente se excedió.
Idolatrada de su madre y familia, constante en su método, haciendo mejoras en físico y moral, pasa hasta los 17 años en que llegó a consumarse la obra de su perfección.
La naturaleza, esta soberana de nuestra existencia, esta reina cuyos secretos son para nosotros desconocidos y que el deseo de conocerlos nos han traído tal vez a la ignorancia cuando queremos tener por cierto aquello mismo que creemos, a la desesperación cuando queremos violentarla. Esta señora, árbitra y absoluta que da sus beneficios a quienes quiere y como quiere. Que escoge para sus gracias, ya pueblo, ya familia, ya individuo que los dote con prendas que nos parecen prodigiosas y lo son en efecto. Sin duda escogió la familia de doña Antonia para demostrar su poder. Sus tres hijas, Lorenza, Vicenta y Juana, eran unas beldades perfectas, su blancura, las proporciones de sus miembros, su pelo, sus colores, equivocados no pocas veces con los postizos (y de que muchas envidiosas hicieron experiencias), su voz tan armoniosa como el instrumento mejor templado, su modo de andar, aquella gracia que la perfección de las perfecciones da, su salud, formaban el cuadro que nos pintan de las tres gracias. La naturaleza hizo unas beldades perfectas, hizo un modelo de la Venus de Atenas. Estas perfecciones naturales se completaron con la educación de su madre. El moral correspondió a lo físico y lo excedió. Sencillas, inocentes, humildes, dotadas de las gracias encantadoras que producen estas virtudes, eran sabias sin presunción, elocuentes sin conocerlo, bellas y graciosas sin vanidad. He aquí el cuadro de la verdadera belleza, mas en medio de todo esto, la más querida, la más privilegiada fue Lorenza, de la que hablamos; como el sol majestuoso se presenta entre los planetas y con su brillantez los aniquila, como la luna llena anonada la luz de las estrellas, como la más majestuosa Cucaris sobresale entre las ninfas de Calipso, así nuestra Lorenza sobresalía entre sus hermanas. Siendo sus facciones más acabadas, sus colores más naturales, su voz más sonora y armoniosa. Las dejaba muy atrás en las cualidades morales. Su inocencia, su sencillez, su humildad estaban unidas a su sabiduría, cuya definición no es dada a los más sabios filósofos. Pues sabía cuánto le era dado y conveniente e ignoraba hasta las más pequeñas partes que conducen al vicio. Sencilla en lo que debía ser y sencilla en desechar todo lo que debía desecharse. Humilde en no hacer cuento de sus dotes, pues siendo naturales, los efectuaba sin vanidad y como cosa más natural y no adquirida.
Pero sobre todo, o ya su completa perfección, o ya una gracia particular, que es inexplicable, le había regalado la naturaleza una superioridad sobre toda la familia, incluso su madre, sobre sus hermanos, sobre los que la miraban, que ejercitaba sin conocerlo. Su presencia y algunas palabras salidas de su boca atraían a sus ideas a cuantos las oían y les influía una obediencia ciega. A su natural elocuencia se rendían los mayores guerreros franceses, en el tiempo de la invasión de España. Estas conquistas hechas sin saber que las hacía, la constituían soberana, sin lo odioso que encierra este dictado y sólo beneficioso de él. ¡Filósofos del siglo, explicad este enigma! Explicad cómo una bella con suma gracia y dotada con tantas perfecciones, jamás encontró un atrevido que le hiciese la más leve insinuación galante. Explicad qué santuario era éste en que se estrellaban todo lo que es más ansiado en el hombre. Estamos muy distantes de conocer la causa de semejantes prodigios.
En este estado, en el año 1788, el Conde del Álamo, su tío, quiso conducir a las hermanas y su hija a la villa de Fregenal, a fin de que conocieran a una persona, su tía, que jamás habían visto. El viaje se redujo a siete leguas, pero para las que jamás habían salido de casa, se hizo una expedición importante. Llegadas a este pueblo se reunieron con otras dos primas de su misma edad. La misma superioridad demostró Lorenza en esta reunión, como la que adquiere el sol cuando deshace las nubes que quieren ocultar su belleza y brillo. En efecto, llevó tras sí la adoración de todos; era en fin el ídolo del pueblo.
Era llegada la época de que se cumpliese respecto a Lorenza la ley de la naturaleza. Desde días antes que la belleza llega a estar perfecta: es de necesidad, que domine una voluntad que no se recibe en ella. Mi corazón absorto en un cuadro tan grandioso, criado en la misma sencillez que toda mi vida he practicado y practicaré, sin detenerme en episodios ni narraciones que alteren o cuando menos desvirtúen nuestras ideas. Le hice la manifestación clara y sin rodeos de la felicidad que gozaría en que condescendiese a mis justos deseos. Mi atrevimiento tuvo feliz éxito, que bendeciré mientras conserve el aura vital. Mi sencillez en explicarme, esta retórica natural y no adquirida, hicieron un corazón digno por cierto del más encumbrado soberano. Sus miradas expresaron su inocencia. Sorprendida del sentimiento que le inspiró mi declaración, suspensa y pensativa, inclinó su frente y sus mejillas se adornaron de aquel encarnado más sublime, pero en medio de todo conservó su conquista y la encadenó. ¡Su silencio! Este silencio es el lenguaje más universal que bajo los ardores de los trópicos, como bajo los hielos del polo, entiende la inocencia y lo entiende sin haberlo aprendido. Esta fue mi primera y última conversación que tuve con ella. Mi conquista estaba seguramente muy adelantada. Mas, obstáculos me obstruían el camino para dar fin a mi empresa.
Un joven de 17 años, huérfano de padre y madre desde la edad de cinco. Entregado a un tutor que sólo aspiraba a su ruina; recién llegado al pueblo, sin amigos ni parientes, porque éstos apenas me miraban por no disgustarse con el tutor. El que luego supo su inclinación, la que le frustró su deseo de colocar a su hija (retrato fiel de una de las Marías) procuró inutilizarla por cuantos medios le fuere posible. Siendo el mayor, acaso al mostrarse una persona en nombre de su tutor o pariente que hiciera lo debido en estos casos, mucho más irreparable en persona de tanta y alta jerarquía. Mas, en este caso ¿qué medio había de tomar, para conseguir una cosa tan deseada y apetecida con el extremo que da de sí? Sin saber aun el bien inapreciable que solicitaba ¡el más seguro, la verdad, la sencillez y la inocencia! Estas armas todo lo vencen. Marché a Aroche, hice presente a tan unida familia mi situación, mis inconvenientes, mis enemigos, en fin todo, sin faltar un ápice a la verdad y con aquel candor que dan los 17 años de edad. Su madre, sus tíos, sus hermanos, tomaron como suyas mis quejas, se empeñaron en el feliz éxito y sólo se me impuso una condición: la obligación de vivir en Aroche ¡pues cómo podrían vivir sin su objeto idolatrado! Esta condición, concedida por mí con inexplicable complacencia, acabó de completar mi buen destino. Con ella encontré madre, tíos y hermanos; madre virtuosa, madre sabia naturalmente, y que me cobró un afecto desmedido, igual si cabe al que me profesó siempre su hija. En efecto, al cabo de dos meses (omitiendo otros sucesos) nos vimos en el colmo de la mayor felicidad que puede lograrse en la tierra, que fue el 1º de XI de 1788.
Una nueva era se abrió para mi modo de vivir. Nuevos trabajos, nuevos compromisos. Parece que estamos condenados a no gozar la felicidad perfecta, parece que los gustos y los disgustos se mezclan o ya porque así está determinado o ya porque es la constitución del hombre. En efecto, la corta edad en que me hallaba, la ninguna experiencia, el método anterior de vida que había seguido, sepultado ya en los claustros de los frailes, ya en las universidades en donde mi suerte sólo me tocaron éstos por maestros. Estaba como quien sale de este mundo, sin haber pasado los primeros años en él.
Me faltaba la educación, no había tenido a mi madre a quien no conocí, no había oído aquellos consejos de amor que forma al hombre de bien. Sólo había visto ignorancia, superstición. Al tutor[1] que cual otro canónigo Boileau (pues que él lo era), sólo sabía cuánto produce su renta y cuál era su mejor plato. Ignorante, grosero, soberbio y altanero ¿qué discípulo podía formar semejante maestro? Valiéndose éste de grandes cantidades que existían de las rentas y producidas por mi caudal, en el tiempo de mi minoría, se valió de ellas para destruirme. Todo se me disputó, cada cuartillo de tierra, cada rincón de casa, cada papel de pertenencia de mi padre. Todo fue motivo de pleito. De pleito de esta ruina de hombre.
Pero la adquisición que había hecho era como la lámpara maravillosa de los cuentos árabes. En efecto, Lorenza Mameda fue mi áncora de salvación, a ella debo el desenredo de tantos laberintos, ella me puso en estado feliz de gozarla, sin zozobras, sin disgusto y con sosiego. Su conducta me hizo sufragar todos los gastos, su economía el que no se conociera, su consejo el que no me precipitase y su angelical presencia el que todo lo olvidase. ¡Mujeres! Vosotras reináis y el hombre es vuestro imperio. En vano se titulan señores de vosotras. Ellos no son hombres hasta que vosotras habéis completado su existencia. Su gloria o su desgracia emanan de vuestra voluntad.
Y para que mis gustos fueran complacidos, el 1º de Enero de 1789 dio luz a un niño a quien se llamó Rodrigo. Su nacimiento fue la causa de un disgusto que me estremece cuando lo considero. Como era el ídolo de la familia, como su existencia llevaba tras sí la suerte de toda ella, no omitimos medios para su feliz parto, pero ya que él en sí fuera trabajoso, o sea que se hiciera tal por quererlo antes de tiempo, porque la comadre fuera ignorante como todas las de su clase e hiciera algún disparate, lo cierto es que el niño murió al poco tiempo y su madre fue atacada de un dolor extraordinario. Acudimos a los médicos, triste pero necesario asilo. En efecto, los pareceres fueron contradictorios y todo anunciaba la confusión propia de estos casos. Yo les hice presente que una señora que hacía 3 días no comía ni casi bebía por estar de parto, esta naturaleza debilitada con tantos esfuerzos, había dado lugar a la intromisión del aire y causado este dolor presente, que un poco de alimento y vino generoso eran los remedios más adecuados. En efecto, convinieron y sanó. Su convalecencia fue trabajosa pero los cuidados de su sin igual madre, hermanos y los míos, la pusieron en su estado natural al poco tiempo.
Libre de este cuidado, la juventud, o sea la mala educación, o sea que esta sabia esposa aún no había con sus consejos formado mi alma, me aficioné a la caza; perros, hurones, redes, caballos eran mis continuados ejercicios que debía seguir en la situación en que me hallaba. Sin las mayores facultades, efectos de las anteriores cuestiones, con esperanza de una dilatada familia, de que ya tenía prueba y denotaba su robustez, y lo más el tiempo que perdía y no empleaba en el manejo del campo, única riqueza. Pero repito, no hay expresión con que celebrar a una mujer fuerte.
Su extremada prudencia, su verdadera sabiduría, conoció al momento que éste no era el camino que debía seguir, pero no tomó el medio que me diese el menor disgusto, antes al contrario ella me proporcionaba cuanto podía halagar mis deseos, alababa mi conducta y sólo de cuando en cuando como que me daba a entender el método verdadero y propio de nuestra situación.
El amor, el cariño, la suavidad, son ejes de que se valió para conseguir su intento y en efecto lo consiguió. “Los hombres son lo que las mujeres quieren” Me separé de estas ocupaciones inútiles a mi situación y casi tuve que suplicarle me concediese lo que ella deseaba. En 1791, el 26 de enero tuvimos una niña que se llamó Mª Dolores, nuestra familia iba en aumento, pero gozamos de quietud aquel año entero. Se movió tormenta que al fin tuvo para nosotros feliz éxito. El pueblo de Aroche ha llevado la costumbre casi hace siglos, de levantarse contra los nobles una vez en cada uno de ellos, tuve la suerte de que me cogiera de lleno esta tempestad, pues fui alcalde en 1791 por el estado noble y como tal, si fuera dable referir la multitud de enredos, criminalidades y procesos que se suscitaron, sería preciso detenernos demasiado. Mas baste decir que todos los tribunales del reino, juzgados, audiencias, consejos y hasta inquisición, como que se cansaron de tanto embrollo. El pueblo se levantó en armas contra el Conde del Álamo, sus sobrinos, sus hermanos políticos. La guerra civil que hoy desgraciadamente aniquila nuestra infeliz España, es un modelo de lo que sucedió en Aroche, hasta el extremo de querer asesinar al Conde ¡lo que evité! Mi deber era defender al conde, tío y hermano de las que me habían hecho feliz. Lo hice en efecto, pero ¿cómo sería posible referir los sucesos que ocurrieron en dos años y medio que duró la fuerte contienda? ¿Cómo los compromisos míos como tal alcalde, como la competencia, ya con los intendentes, ya con los comisionados y hasta con el Arzobispo? Conocí entonces a los hombres y vi que su principal móvil es el interés, conocí que no hay leyes. Se vencieron al fin todas las dificultades, se ganaron todos los pleitos, se castigaron todos los motores (no sé si con justicia) pero entre tanto mi salud desaparecida a la vista, mi caudal abandonado y muchos gastos que yo no podía soportar, arruinaron mi casa. En este caso llegó el año 1793 permaneciendo aún de alcalde. Me salvó la que hasta entonces me había salvado. El excesivo cariño que me profesaba la tenía siempre sobresaltada. Deseaba verme en quietud y atender a la familia que iba aumentando. Veía en contra la necesidad de sostener a su tío, hermanos, madre y familia, pues todos serían víctimas.
¡Hombres sabios! Venid a aprender de quien lo era sin haber cursado las aulas. Aprovechándose de una calma que sobreviene casi siempre cuando dos partidos, cansado uno de luchar y siendo uno destrozado, como que espera en el momento la paz del vencedor. Sabiendo escoger el tiempo y modo, hizo ver a su madre los servicios hechos por su esposo en la encarnizada lucha, lo digno que era del premio y que el mayor para uno y otro sería permitirle se fuese a Fregenal donde tenía la mayor parte de su caudal, que estando en el abandono que se hallaba era casi cero.
Les hizo ver la necesidad de aprovechar la edad en que nos hallábamos para proporcionar tanta subsistencia a la familia, como para la vejez, que todas las cosas tenían su tiempo. Todo esto a lo que añadía la gracia natural que tenía y encantaba y la promesa, que exactamente cumplió, de visitarles a menudo respecto a la corta distancia, y consiguió la victoria. Consiguió más: que su deseo se hiciese el de su madre y su tío.
En efecto, el 13 de julio de 1793, nos trasladamos a Fregenal trayendo dos hijos Rodrigo y Rafael, pues la niña había muerto en 1792.
En este pueblo fue donde esta inimitable mujer joven, descubrió todas sus virtudes, que constituyen una mujer perfecta. Sepultada en un pueblo en donde sólo había sus pocos parientes, no podía su genio hacer muestra de todas sus perfecciones. Situada en un teatro más extenso, tuvo lugar de hacerlas brillar. Brillar sí, pero sin vanidad, sin amor propio y sin que ella conociese lo sublime de su conducta religiosa, sí, tal vez había llegado a aquel grado de perfección, propio de una verdadera madre cristiana. Afectísima a la Virgen en todos sus misterios, lo era en especial del de los Dolores. Sufragaba con manos francas cuanto era necesario a su culto. Religiosa, sí, pero no de aquellas que se alaban de confesarse 4 veces al mes. No de aquellas de desamparar sus casas y correr a las Iglesias, novenas, escuelas, dejando los hijos en abandono, en manos de criadas, y mientras leen libros de devoción, dejan sus hijos sin desayuno y falta de aseo y a su marido en la desnudez. Cumplía, sí, con lo que la Iglesia manda. Se levantaba al amanecer y hacía que sus criadas aseasen a los niños, les diesen el desayuno. Sacaba lo necesario para la comida y se ponía a trabajar y a hilar, coser, sin que las muchas visitas la separasen de su diario oficio. Seguramente los hombres más sabios del pueblo, don García Sánchez Arjona, don Vicente Alarín, don José Ignacio Morales y otros muchos, no tenían igual complacencia que la casi no interrumpida sociedad a Lorenza. Su elocuencia sencilla, su natural sabiduría les llenaba de complacencia y admiración y aprendían de una mujer que no había registrado un cuaderno. Su casa era una escuela de economía rural para los granjeros, ya para la siembra de cereales, ya para el aumento de ganado, ya para el cultivo de árboles.
Ninguna fue más diestra para repartir la comida y trabajo a sus hijos y criados, parece que tenía en la mano la medida de su alimento. Doña María como don García, granjero de nota, venían a consultar con ella, y su hermano don José Boza, granjero opulento. Jamás le daba otro nombre que “la Gitana” para denotar que había renacido en ella esta extremeña heroína, en el manejo de las cosas del campo, por lo que su nombre se ha conservado y se conservará por mucho tiempo. A todos encantaba su moderación, su suavidad y su generosidad. Los pobres eran sus delicias, no para fomentar la ociosidad que se aumenta con ese ochavo diario y que huele a vanidad. No, no era así. A las viudas tenía señalado cada semana, ya un pan, ya dos, ya comida según su necesidad, sin que estas limosnas fuesen públicas hasta su muerte. Pero donde demostraba su modo prudente de proceder era en el odio de toda moda indecente o a todo adorno lascivo. Lorenza vestía con sencillez, aseo y honestidad, y su semblante aniquilaba a las que iban cargadas de atavíos. Igual con sus hijos con quienes observaba la misma conducta: “Cuando de chico de sarga y cuando grande de seda”, esta era su máxima en este punto. En 13 de junio nos nació una niña que se llamó Antonia, Dolores, Josefa, que murió en agosto del mismo año. En 16 de junio de 1795, uno que se llama José de los Dolores Aureliano, y en 7 de diciembre otro que se llama Francisco José Ambrosio.
Tanta fecundidad, bendición segura del Altísimo, tanto parto, tantos males inherentes a ellos, en especial el de José, en el que estuvo en vísperas de perecer, en nada alteraba su constitución física ni moral, en nada sus ocupaciones diarias, a no ser que lo impidiera lo grave del mal, en nada el cuidado de sus telas, su lino y su lana, el de su casa, el campo, en fin de todo.
Así sigue nuestro caudal, cual el de Jacob se aumentaba visiblemente, parece que se verificaba aquel dicho del sabio: “A los que temen a Dios sucede todo prósperamente”. Las faltas que ordinariamente suceden en las casas sólo de ella eran conocidas y sólo por ella remediadas, y en cualquier conflicto en que se encontraba la casa, sus millones de admiradores se agolpaban a remediarlas sintiendo fueran desechadas sus ofertas, no por interés sórdido ni vicioso. Formado yo por su modelo, asistía continuamente al campo única riqueza del país, lo aumentaba todo con mi presencia y encontraba en su economía recurso como milagro con que beneficiar las granjerías.
En 1796, sus hermanas y primas de Aroche, quisieron ver la entrada de Carlos IV en Sevilla. Ni su madre ni ella hubiesen consentido se hiciese un viaje sin una persona que cuidase de ellas, así que la invitaron a que las acompañase, contando seguramente que su compañía equivalía a la señora más consumada en la verdadera educación. Conocía la madre el fondo de la hija y todos estaban en las mismas ideas. El viaje hubiera sido un luto sin su presencia y con ella reinaría la amenidad, la alegría y el recato correspondiente. Así sucedió, habiéndose juntado otras señoritas en Aracena, que quisieron participar de su compañía, se reunieron seis jóvenes bellezas. Pero así como la luz hace retirar las tinieblas y el sol apaga el resplandor de las estrellas, no de otro modo Lorenza sobresalió en tan escogida concurrencia siendo de igual edad y aun menos que algunas, éstas sin envidias ni disgustos cedieron la superioridad. Lorenza mandaba y todas obedecían con satisfacción. Su conducta no desmintió, antes confirmó su acreditada virtud. Mientras que las demás vivían casi en la calle de Francos, mientras sus pensamientos y conversaciones se reducían a la que llevaba mejor mantilla, basquiña, jubón, peinados y adornos. Mientras que apuraban a las modistas para que las pusiesen en la superioridad a las que estaban, no gastando sino tirando caudales sin cuento ni guarismo, Lorenza al contrario, con sus vestidos sencillos, aseados y decentes, sólo procuró acopiar muebles útiles para su casa, plata labrada para su mesa, y servicio de cocina de hierro para sus criados, de modo que el ahorro que consideraba en el menos romperse de este servicio, le resarciese de los gastos de la expedición, de modo que gastando una pequeñísima parte menos que las demás, engalanó su casa con decencia mientras que las demás sólo se encontraron con trapos que casi en la misma concurrencia se hicieron inútiles, viejos e inservibles. Este es el modelo de las madres de familia. Vueltos a casa siguió igual método y con él nuestro caudal se hallaba ya en estado de que nos igualásemos en lo prudente con los que tenían seis u ocho veces teniendo además un concepto o crédito que levantó la buena conducta.
En 1798, el 7 de mayo, nos nació un niño que se llamó Tomás de Aquino José, muerto en 12 de agosto del mismo año, y en 3 de abril de 1799 otro niño llamado Vicente José Benito, y en 17 de junio de 1800 una niña llamada Mª Dolores Josefa que murió el 2 de noviembre de 1800. Ni los continuos partos, ni los cuidados de la familia, ni los de su casa y campo, en nada disminuía su excelente carácter ni persona, a todos atendía, de todos cuidaba, parece que la naturaleza se esmeró en formar una obra completa. Su idea era la de adelantar de un modo estable y seguro su casa, los contratiempos tan comunes en la labor y ganado, en una palabra, formar una hacienda de arbolado que pudiese en adelante, en cualquier acontecimiento sostener la vejez de uno y de otro según la prudencia determinase. Escogió pues la plantía de olivo, que es el primero de los árboles. Mis ideas, como siempre, coincidieron con las suyas y sólo faltaba campo donde realizar el proyecto. Afortunadamente la suerte proveyó más si cabe a nuestros deseos. Se dio el decreto de Carlos IV de las rentas de obras pías, capellanías, todo con permiso de S.S. se pusieron pues en venta, en especial una de las extensiones apetecidas inmediata a la nuestra y un cuarto del pueblo, término de la Higuera, llamada Miguel Sánchez. Este se escogió para llenar nuestro objeto. Había empero una dificultad insuperable, la hacienda era grande y como tal valía mucho, tanto que excedía a nuestras posibilidades, pero ¿hubo jamás apuro que esta mujer fuerte no remediase? En efecto, de ahorros que había hecho de lo preciso de la casa, de las obras de su mano y actividad, había ahorrado una suma que nos sacó de semejante conflicto. La compramos, pusimos los olivos, casa y paredes indispensables. Confieso: nunca creí que hubiese ahorrado tanto, pues nuestro caudal no era de la clase de éstos, mas una sabia economía es el verdadero manantial de la riqueza. Hizo más, ella misma fue la que señaló el sitio de la casa de campo, huertas, praderas y demás.
Había llegado a este pueblo la noticia de la invacunación de la viruela, mas sólo lo sabían los que leían los papeles públicos. Todos lo vituperaban como un peligro a que se exponían los niños.
Hallándome con 5 hijos varones, tenía grandes deseos de efectuarla en ellos, mas me retraía la odiosidad del pueblo y la repugnancia que hallaría en Lorenza, respecto al afecto de madre que profesaba a sus hijos. Sucedió al contrario, Lorenza concedió a pesar de todo, sólo porque conoció que su esposo tenía gusto en ello. La noticia conmovió al pueblo y casi me apedrearon.
Hecha a pesar de tantos obstáculos la operación, pasamos los 3 primeros días sin novedad, mas al 4º cayeron casi todos en cama mortales. ¿Cómo podré yo pintar lo que sentí? Creí que iban a expirar y que yo había sido el asesino de mis hijos. Pero Lorenza fue mi áncora de salvación. Ella me consolaba y redoblaba sus cuidados para con los enfermos. Al fin pasadas las viruelas, en algunos rigurosas, lo que dio a entender lo que hubieran sido sin la operación.
El 27 de junio de 1802 nos nació una niña que se llamó Josefa Mª de los Dolores. En 29 de junio de 1806 un niño que se llamó Pedro José, y en 21 de junio de 1809 uno llamado García Antonio, con los que contaron 13 sin varios malos partos. Sería incurrir en una repetición el referir lo acaecido en estos años. En estos años hasta 1803 llegamos a reunir 8 hijos, uno en lactancia, otros de más edad y otros en la propia para elegir carrera, como sucedió al primogénito Rodrigo que salió el año 1805 para ir al Ferrol a incorporarse al regimiento del Príncipe, donde entró cadete. Mas Lorenza era todo una cosa hecha y que no le quitaba el tiempo de atender a lo interior y exterior, pues todo estaba a su cuidado y éste era su método. A sus hijos hacía vestir por la mañana temprano, pues ella lo hacía al amanecer. Acudía luego a la bodega o despensa a fin de sacar la comida, sacando lo correspondiente al almuerzo que había de ser igual, pues sus hijos habían de comer todos lo mismo y a la misma hora. Después los dirigía a la escuela o estudio según la edad de cada uno. Acabado esto se ponía a trabajar y contestar a las personas que frecuentaban su casa, sin que por esto cesase en su trabajo. A las 12 todos se reunían a comer; no se conocía en su casa aquel bullicio propio de la reunión de muchos niños, ni en su mesa se notaba aquellas arbitrariedades, nacidas de lo mismo y de la mala educación. Cada cual comía lo que le ponía su madre, entre tanto, con aquel candor, dulzura que le era característica les imbuía las máximas cuyos buenos efectos han sido y son conocidos. Igual método a la tarde y a la noche.
Los viajes a Aroche eran muy frecuentes, llevándose toda la familia, aunque no de mucha duración.
Mas el año 1808, se suscitó la guerra de la Independencia. Guerra que tantas lágrimas costó a España, tantas ruinas a las familias y tantas destrucciones de ganado, campos y pueblo. En medio de tantos disgustos, fue Lorenza un consuelo y el puerto de mi salvación. En este estado se pasó el año 8 y aun el 9, en el cual se retiró a Sevilla el gobierno y así, estando más inmediatos se duplicaron los enredos de los partidos, tanto que casi todo el año estuve en Sevilla a desenvolver tantas tramas como produjeron los mismos del pueblo. Mas todo cedió a la conducta de Lorenza, sin que su serenidad y grandeza de alma la hiciera sucumbir a la terrible prueba, en lo acaecido en el mes de septiembre de este año, en el que se le murió la única hija que teníamos, de 8 años, y a los 15 días el más pequeño, ambos de viruelas (aunque vacunados). Ella sufrió horriblemente y padeció un terrible carbunco, y yo y un niño llamado Pedro, una grave enfermedad. Tantos males, disgustos y desazones sólo sirvieron para hacer más patente la grandeza de alma de nuestra Lorenza.
Empezó el año 10 con la invasión de las Andalucías y de Extremadura por Quiot. Puesto el cuartel de éste en Zafra, me llevaron los ganados que le pareció, sin que sirviera para el objeto, pues conducido al castillo del pueblo para su reunión, sobrevino un temporal tan fuerte y de tanta duración, que cuando se sacó el ganado para su conducción, no pudo andar y murió en el camino. Las exacciones en metálico llevaban el mismo paso, pero lo que acabó de destruir este pueblo fue la venida del General Ballesteros. Este general, que con pocas e indisciplinadas fuerzas quiso hostilizar a las Imperiales, expertas y aguerridas, sólo consiguió la destrucción de los pueblos que fueron sus cuarteles generales, como por desgracia lo fue éste. Venir los franceses y huir el general era sinónimo; irse los franceses y volver él era una misma cosa. Unos llegaban y otros apuraban. En todo este conflicto confieso que Lorenza fue mi salvación.
Sobre uno y otro ejercía una superioridad que sólo da la virtud. Cuando entran alojados los franceses empezaban a usar de su acostumbrado método, mas luego que Lorenza se presentaba a ellos, mudaba todo de aspecto. Se hacían mejores que nuestras tropas y los mejores defensores nuestros. Pero sin casi disparar un tiro, el general el primero y los soldados después huyeron hacia Jerez, hacia donde les siguió la división vencedora. En el entre tanto, la retaguardia, bagaje y demás empleados hicieron el saqueo más horroroso del pueblo. En este gran apuro, Lorenza mandó cerrar su casa. Desde ella oímos los clamores de los saqueados. Los golpes de la puerta, ventanas rotas, el tropel de los soldados, la confusa gritería de los que amenazaban y herían a los robados sin que nada aplacase su insaciable codicia. A todo esto Lorenza, con aquella serenidad propia de las almas fuertes, viendo que atacaban su casa y que habiendo derribado la puerta falsa se había llenado el corral y asestaban los golpes a la puerta de éste, mandó abrir las puertas a un tiempo. Por la de la calle entra un oficial de caballería, antiguo alojado. A la vista de éste, todos se salieron sin tocar a lo más mínimo de la casa. Este oficial, agradecido a los buenos tratamientos recibidos de Lorenza en otras ocasiones y encantado de su conducta, se había separado de las filas, sólo con objeto de salvar la casa de su patrona. Lorenza no se contentó sólo con la seguridad de ella, instó al oficial le ayudase a libertar a los afligidos por el continuo saqueo y pérdidas de dinero después de haber sido saqueados. ¡Llamaban todos! El oficial fue tan generoso que condescendió; en un momento se llenó la casa de desgraciados, hasta por los corrales y con escaleras se introducían en la casa, no encontrando gracias que dar a su libertadora, sin que su semblante demostrara otra cosa que amor. Pasaron por fin en persecución de Ballesteros a Xerez, mas éste huyó hacia la raya.
Entre tanto, o por las fatigas sufridas o los disgustos fue atacada Lorenza de una terrible calentura. Del pueblo hicieron un campo de batalla. Ni la enfermedad, ni el temor propio de su sexo, ni los cañones, ni los caballos con todo el aparato de lanzas y sables desnudos, ni un numeroso cuerpo de infantería agolpado a la casa del general y cerrado en masa, ni la multitud de oficiales de la plana mayor que rodeaban al general, nada fue capaz de contenerla. Se levantó y sin ningún temor, pasa las baterías, se entra por medio de tantos caballos expuesta a ser atropellada, que lo hubiese sido a no ser por el famoso mameluco que la mandaba, que dio orden no la incomodasen. Llega a la infantería, el paso por ella era imposible, sus filas estaban muy unidas, hizo esfuerzo y vio era imposible, pero no cedió. El mismo coronel mameluco, prendado de semejante heroína, hizo le hiciesen paso. Pero faltaba lo principal, cómo llegar al general que embebido en sus quehaceres no hacía caso de nadie. Pero movido de una simpatía que atraen las bellas acciones, le hace lugar para que se acerque a él. Llegó al fin. Su semblante angelical, sus colores avivados por el mal y la fatiga, y sobre todo por el cansancio, le dieron apenas lugar de repetir su petición. Mas en las pocas palabras que pudo por el pronto articular, conoció el general sus deseos. Lloraba Lorenza, y sus lágrimas hicieron el efecto de la más consumada elocuencia. Los oficiales se enternecían al verla afligida y en medio del cuidado que le atería la presencia del enemigo, alababan a la suplicante asegurando que no tenía otro efecto cuando tanto se interesaba en la libertad de su esposo, y cosa no verificada por infinidad de otros que se hallaban detenidos por igual causa. El generoso coronel egipcio, tomó un particular interés, su petición fue despachada favorablemente y yo me hallé libre. El general hizo más: mandó que fuese conducida a su casa con escolta para evitar la menor violencia y que ésta permaneciese en su casa hasta que se acabase la acción o marchase la división. Esta es la fuerza de la virtud. Sería largo de referir los numerosos lances que ocurrieron en todo el año 1810 y parte del 11. Estaba en ella atendiendo a la recolección y fue invadido Fregenal por los franceses. Huyeron nuestros soldados hasta llegar casi a la casa que estaba lejos del pueblo. En ella se hallaban tres oficiales franceses pasados, que habían llegado a ella la noche antes, con algunos españoles. Si daban algunos pasos más o si volvían reforzados los perseguidores, nuestra perdición era cierta y en este apuro no había otro recurso que la huida, así que todos la emprendieron y la misma Lorenza. Mas ¿dónde huir sin bestias, criados y escolta? ¿Dónde iría una señora excesivamente hermosa y delicada, no acostumbrada a tales fatigas? Esto sin duda era cierto, mas el peligro urgía y no admitía reflexiones. Huyó pues Lorenza acompañada sólo de una criada fiel, y se encontraron en la misma hacienda una yegua mansa pero sin aparejo. Estaban los campos sembrados de soldados fugitivos y dispersos y multitud de compañías que huían, regimientos en fin. Por todas partes se encontraba el peligro y la confusión. Nuestras dos heroínas pasaban tranquilas entre tantas bayonetas sin que nadie las incomodase. Llegaron por fin al pueblo de Cumbres, punto donde se reunía la división fugitiva, pero no encontraron en él ni una casa ni alimento, pues estaba lleno de soldados y confusión. Fue preciso, según faltaban cinco leguas, ir por caminos intransitables de sierra, barrancos y peligros. Eran las 12 del día y no había día para llegar a Aroche las dos, solo sin aparejo por ir ambas en la yegua, por falta de aparejo, sin comida ni ningún auxilio. Los pasados, acompañados de un oficial español, antiguo alojado, y que había salido de la casa, la ven, la conocen y se ofrecen a su servicio y seguir a donde guste y ponerla en el sitio que les designe. En efecto se lo manifiestan y las acompañan, y no sin grandes riesgos llegan a las 12 de la noche a Aroche en el momento que su madre y familia marchan a Portugal, a quienes les fue preciso acompañar sin tomar el menor descanso, por más de 8 días, sin saber de su esposo y parte de sus hijos. Por último reunidos se volvieron a casa, omitiendo mil acontecimientos que acreditan los beneficios que trae consigo una mujer virtuosa. Parece pues, que había nacido para ser querida de todos. Ballesteros atendía a todas las instancias de Lorenza, y el héroe español don Emeterio Velarde, su segundo, en nada encontraba más satisfacción que en el trato y conversación de su patrona. Llegó a tanto que herido de muerte en la batalla de Albuera y conducido al hospital de Olivenza, vio a un criado de Lorenza al que llamó y encargó avisase a su patrona le dispusiera una cama, pues sólo su casa y cuidado igualaría, si no excedía al que podía tener en su casa. Mas, expiró a los pocos momentos.
En medio de todo esto no omitía de dar destino a sus hijos. Como verdadera española vio que era preciso poner de su parte los medios de salvar el honor de la Nación y el de contrarrestar al hombre más guerrero que hacen mención los anales de la Historia. Así como su hijo mayor Rodrigo, que estaba con gloria y nombre haciendo la guerra en Asturias, puso a sus segundos Rafael y José en el cuerpo de Artillería, y como tal los dirigió al colegio que se estableció en Mahón. Es sin duda cosa maravillosa, pudiera sufragar tantos gastos: los exorbitantes pedidos de nuestro gobierno, las excesivas contribuciones que a cada momento exigían los franceses, la pérdida de ganados de los que sólo quedaron una vaca y una pequeña manada de ovejas, que añadiendo a esto los gastos de alojados y el sostener tantos hijos.
Entre tanto nuestra permanencia en Fregenal no podía sostenerse, además de hallarse casi destruido, siendo el campo de batalla de unos y otros.
En efecto, nuestra dirección fue Aroche, hacia principio del año 11. Recibió doña Antonia Parreño su venida como un don del cielo, que atraía bendiciones a su casa. En efecto, tuvo razón, Lorenza llevaba consigo la alegría compatible con la tristeza en que se hallaba la nación. Llevaba consigo el alivio, el descuido de una señora que no podía por su carácter y genio, sufrir las altiveces de los franceses, las continuas peticiones de los españoles y la rapacidad de unos y otros. Sin Lorenza hubiera muerto, como sucedió el año 12, de resultas de haberse ésta venido, creyendo que no volvían más los franceses, mas contra esta esperanza volvieron y aunque por poco tiempo, la insultaron de tal suerte que la condujeron al sepulcro.
Así que al primer mes de estar en el pueblo, se presentó la brigada Kellerman, que pasaba al condado desde Extremadura. El general se alojó en su casa y sus tropas empezaron a saquear el pueblo. Todos acudieron a Lorenza. Ésta, aunque acostumbrada a tratar con muchos jefes, no había visto ya por su graduación, ya por sus infinitas placas y distintivos, ya por su excelente y colosal persona y juventud, le causase más temor de ser menos insultada, atendida por su bello aspecto y particular hermosura. Se recelaba de entrar en medio de reunión tan brillante, propia de su graduación. Mas el mal iba en aumento y sólo a ella clamaban. No hubo remedio, fue preciso hacer la prueba de si su encantadora virtud gozaba en Aroche del prestigio que había gozado en Fregenal. Entró pues y con aquel semblante que produce la alteración natural, hizo arenga al general. Quedó absorto de ver a la tan graciosa española, y su primera expresión fue: “Creía que entre estos terribles montes no se encontrasen tales tesoros, tesoro que merece toda consideración” y mandó al momento a sus edecanes. Y el pueblo quedó libre del saqueo. Ella asistía a los pedidos de la cocina del general, tanto franceses como españoles, ella sostenía la conversación en los ratos desocupados y su nombre era proclamado desde que uno y otro entraban en el pueblo. Sin que el menor asomo de vanidad o amor propio se descubriera en ella. Su genio sagaz y fértil en recursos, daba salida hasta lo más difícil.
Pasado el general Quiot al condado, movido del afecto que profesaba a su patrona Lorenza, mandó cerrasen todas las puertas a fin de que los rezagados no saqueasen la casa, en efecto así se hizo. Mas un criado indiscreto por ver pasar la división abrió una puerta falsa, al momento se introdujeron treinta soldados y aparecieron en medio del patio, empezando a saquear. Infinidad de mujeres, que a la sazón se hallaban, empezaron a gritar, los hombres a huir. Su madre se desmayó y todo presentaba el cuadro de una ciudad tomada por asalto. Sólo Lorenza conservó la serenidad propia de las almas grandes, no se alteró y su genio le sugirió la idea que salvó a la casa, empezó a dar gritos a la puerta, que hizo abrir, llamando a los asistentes del general, los que estaban muy distantes, diciendo que se había dejado su amo el bastón y que se lo llevasen. Tales fueron sus voces, que los soldados con el temor de la venida, desfilaron sin hacer otro daño que el susto recibido.
El coronel Latigui entró en Aroche con dos mil hombres, algunos de éstos se fueron a la Fuente a doscientos pasos de Aroche, mas una partida ayudada de la maleza y barranco, les hizo una descarga y mató a dos. Se toca generala, se dice se toca a degüello y he aquí la mayor consternación en que se hallaron, todos huían, mas el pueblo estaba cercado. De su resultado todos acudieron a casa de Lorenza creyendo era su salvación. Cuartos, salas, cocinas, salones, todo se llenó de hombres, mujeres y niños. Apenas respetaron la sala donde se alojaba el coronel, que furioso, no encontraba denuestos en su idioma para insultar al pueblo. La furia crecía, los momentos eran precisos, para que no se efectuase la fatal orden. Todo dependía de Lorenza. Esta, intrépida, entra en la sala, su persona admitida con bastante grosería, mas ella no cede. Las lágrimas, los sollozos y más que todo su semblante, ablandaron aquella furia y dieron lugar a que escuchara a la suplicante. ¿Y cómo oída podía ser rechazada su petición? Seguramente su elocuencia se excedió si cabe a sí misma, hizo un esfuerzo, mas al fin venció y se anuló la orden.
No paró pues en esto la tragedia. Oscureció sin que se pudiese hacer salir a nadie de casa, tanto fue el terror que concibieron. Cerró la noche y a mediados de ella, empezaron los partidarios a hacer descargas en sitios monstruosos que tocaban al pueblo. La pintura de aquella noche no es para pluma, todo lo hacía terrible, las descargas, la obscuridad, la inquietud de los franceses, las disposiciones de su jefe alterado. Todo anunciaba una segunda catástrofe. Confieso que vi a Lorenza como desconfiada de su ya acreditado ascendiente. Mas era preciso hacer la prueba. Volvió a la presencia del coronel y cuando esperaba casi segura su terrible repulsa, fue al contrario, de sus razones, seducido a que el pueblo no tenía culpa sino cuatro o cinco locos que no pudiendo otra cosa querían alarmar. En efecto se calmó y venido el día se verificó lo que había dicho el filósofo. Explicar este enigma, ¿quién dio a una mujer tal poder, tal elocuencia, tal serenidad, sin estudios, sin aulas y sin abrir un libro?
El comandante francés de Fregenal pasó por Aroche en apremio de raciones, por una casualidad, la única manada de ovejas que nos quedaba, que trasladamos a Aroche con nosotros, fue encontrada en el camino y conducida al castillo de Aroche en donde fue aniquilada, tanto por los franceses como por los paisanos que con el objeto del robo siempre les acompañaban. No hubo otro recurso que el conocido de Lorenza, en efecto se presenta al comandante y le hace relación de lo acaecido. Al momento llama al alcalde y al escribano y les ordena den su importe, no pudiéndolo hacer, los manda a pie a Fregenal interin pagaba a la patrona este tal importe. La súplica de la familia de ambos, movieron a Lorenza dijese que quedaba satisfecha del valor del ganado. El francés no quiso creerlo y fue preciso todo influjo para que no los molestase más. Es seguramente extraordinario la simpatía que tenía con todo sujeto, el afecto que le conservaban los soldados, jefes, eclesiásticos y en fin cuantos la trataban y los ejemplos referidos y otros mil que se dan, prueba clara de esto. Es cierto que la naturaleza parece había formado una mujer perfecta en todo, pero también lo es que su moral lo es en sumo grado.
Llegó el año 12, en que con motivo de la guerra de Rusia, llamó Bonaparte a las tropas que tenía en España. Así que nos volvimos a Fregenal en donde sólo encontramos paredes, ningún ganado, ningún fruto, las haciendas arruinadas y todo en el último grado de destrucción. Pero era preciso volver a formar la casa y poner todo como al principio, si es que habíamos de sobrellevar la carga de 6 hijos. Era en efecto esta regeneración otra pesada, cuando por el mes de Junio nos avisan del mal grave que amenazaba los días de la madre, doña Antonia. Volvimos a Aroche, mas tuvimos la desgracia de verla con vida sólo momentos. Esta señora cuando se separó de su hija poco tiempo antes, sus lágrimas fueron sin duda el pronóstico de esta gran catástrofe. Al poco tiempo de nuestra ida, llegó una división francesa y exigió una excesiva cantidad de dinero. Los hombres se habían ocultado y sólo se presentaron las señoras. Faltaba Lorenza y todo faltaba. El general hizo fuesen conducidas en rehenes las señoras. Esta señora a quien su disposición física no permitía subir en bestia, sin que jamás hubiese sido sonrojada, en fin los tratamientos de los bárbaros soldados, hasta que vieron era imposible su conducción, le acarrearon el mal que la condujo al sepulcro. En una palabra, la ausencia de su hija fue la causa de su muerte. Lorenza dio en esta ocasión sus señales características, inconsolable con tamaña pérdida, pérdida sí, de una madre a quien debía su felicidad, que siempre la había mirado con singular predilección. Una madre, modelo de la mujer fuerte, que le había enseñado lo más sublime, lo más escogido de la moral, de las buenas acciones, una madre en fin sin tacha.
Recibí de doña Antonia las expresiones de gratitud de un hijo, que sin serlo lo tratase como tal, que lo antepusiera a los que había llevado en el seno y cuyos beneficios jamás podrán borrarse de mi memoria y cuyo agradecimiento jamás será completo.
Los efectos de semejante madre se conocieron probablemente en su muerte. Sus seis hijos dividieron su caudal, bastante grande debido sólo a la economía, sin ruidos, ni quimeras, ni ambición propia de semejantes casos. Todo se hizo en quietud y sin que se oyese la menor queja a pesar de haber motivo para ello. Estos son los efectos de la buena educación.
Cumplido lo justo en estos casos, nos volvimos a nuestras casas en donde padecimos nuevos disgustos. Parece que Lorenza estaba dispuesta a sufrir y reparar descalabros, los que venían por intervalos. En los 24 años que contaba casada, ya se habían renovado por 3 veces. Mas en esto lo más sensible para ella era el arresto de su esposo aunque por poco tiempo. En efecto, los mandarines del pueblo que a su sabor lo habían robado y destruido, cometiendo toda clase de injusticias, temieron que a la venida de la paz, serían castigados sus delitos, así que su objeto fue, como aún conservaban el mando, amedrentar a los que podían hacer patente sus robos y maldades. Diez fuimos comprendidos en ella. ¿Quién será capaz de describir la conducta de Lorenza en esta ocasión? Pasados los 3 meses fuimos a la Audiencia a exigir el castigo a semejantes procedimientos. Lorenza me acompañó la mayor parte del tiempo. Dejó sus hijos, su casa, al alivio de su esposo. Nuestra estancia en Sevilla tuvo el éxito apetecido, aunque el castigo correspondiente se dilató algún tiempo por una de aquellas maniobras que se valen los malvados para engañar a los hombres de bien y sencillos. En efecto, conociendo las consecuencias de tamaño atentado, acudieron al obispo de Badajoz. Le hablaron de paz y tranquilidad y este santo y sencillo señor, sólo vio en conseguir esto una acción propia de su ministerio. No pensó que el malo en dejándole sin castigo se le pone en camino de mayores maldades. Asegurado del respeto y obediencia que le tributaban los comprendidos, pues todos eran religiosos y honrados, se trasladó a este pueblo, los llamó y sin dar lugar a discusiones.
Se sosegó pues la tormenta y nos vinimos al pueblo. Añadiendo Lorenza nuevos títulos a mi gratitud, era posible los añadiese quien jamás hizo otra cosa. Desde luego se dedicó a remediar los males causados, reedificar lo destruido, enmendar los causados en la nueva hacienda de olivos que, valdía en el tiempo de la confusión, hecho pasto de todos los ganados, había sido en gran parte destruida. Empresa ardua, estaba a un precio excesivo, efecto de la suma escasez, y ser preciso traerlo del extranjero, acudir a sus hijos que salidos del colegio, pues habiendo dado prueba de ser dignos hijos de tal madre, los habían ascendido y por lo tanto era necesario nuevos equipos, dirigir a Francisco, cuya carrera era la eclesiástica, y como tal ayudarle en sus estudios, en los que demostraba su buena educación y aprovechamiento de las ideas de su excelente madre. A esto pues se dedicó con ahínco, aplicación y tino propio de una mujer que a cualquier parte donde dirigía sus miras, los efectos sobrepujaban a sus esperanzas.
Los años 12 y 13 fueron empleados en tan difícil empresa pero no habiendo bienes que no vengan donde pone la mano una mujer virtuosa, así sucedió en esta casa, tanto que ya estábamos repuestos en el año 15 y nuestra casa se había olvidado de tantos descalabros como había sufrido. Hallándose en este año en la edad de tomar carrera y siendo su inclinación las armas, lo destinó a guardia española, donde se daba una excelente educación, sin embargo de ser muy costoso, Lorenza no perdonaba gasto para el acomodo de sus hijos. No se contentaba con tener dos en Artillería, uno en Infantería, a quienes era indispensable costear, pues nunca dan sus mezquinos sueldos para lo necesario, sino que quiso que éste fuera al cuerpo más costoso y brillante, tanto por su educación como por su lujo. Es preciso confesar que acaso no había una familia que menos molestase a sus padres y menos los incomodasen por ningún estilo: aplicados, económicos, pundonorosos sin que en ninguno de ellos se encontrase vicios de juegos, bebidas y mujeres. Idólatras de su madre, he aquí el carácter de sus hijos. “Los hombres son lo que las mujeres quieren” Esta es la educación de las madres virtuosas. Así que a la edad señalada que era la de 14 años a 15, se fue a Madrid. Esta es la edad en la que todos salieron y lo que es más, sin conocimiento, sin apoyo, a donde la suerte los destinaba, se portaron siempre como acaso no haría un hombre de 30 años. Tal es el influjo de las madres.
El año 1816 empezó Lorenza a recoger los frutos que produjeron la buena educación que les había dado. Este año empezaron a fructificar las máximas que había imbuido en sus hijos. En este respecto se verificó el dicho de Napoleón: “El porvenir de un niño es la obra de su madre”. Así sucedió, como su hijo mayor Rodrigo estaba sirviendo y la casualidad trajo a su regimiento a Ciudad Rodrigo donde vivía doña Mª de las Nieves Miranda, hija de don José de Miranda y de doña Luisa Sánchez Arjona
[2], habían muerto uno y otro y se hallaba heredada de un opulento mayorazgo y lo que es más de un excelente natural, de una esmerada educación, de sobra esmerada, por estar muy distante de la que hoy se da, muy distante puesto que la educación del día sólo se reduce a acarrear tres cosas: vanidad en la compostura de la persona, vanidad en la instrucción, vanidad en los talentos agradables y todo vanidad y nada útil para el fin a que son destinadas las madres de familia, antes parece que se ha hecho un estudio para llevarla al extremo opuesto y en donde a las jóvenes de cualidades, que siendo útiles para su estado, son enteramente contrarias a sí y sólo producen disgustos al estado, odios al marido, donde nace el adulterio, el divorcio y la desesperación. No, Mª de las Nieves tenía la misma educación que su madre política, Lorenza, llevaba la misma conducta y tuvo el mismo resultado. En efecto, una señorita del día, sólo busca marido para que fomente su incansable vanidad, desprecia la honradez, desprecia la conducta arreglada, casi no hace caso de la persona y sólo busca riquezas, genio para divertirse y gastar, afición a los espectáculos del piano, del baile y en fin al gran mundo. El cuidado de la casa, de su familia, de su marido, de sus hijos que debe ser el principal y casi único objeto, es mirado como una cosa muy inferior a su grandeza, objeto despreciable y sólo propio de las criadas mayores, de las amas, de los ayos, de los lacayos. El reverso de esta medalla fue la educación de María, y el reverso de las señoritas del día, su conducta.
La principal muestra que dio fue la de elegir a Rodrigo por esposo. La firmeza y prudencia con que sostuvo los ataques que contrariaban su elección, porque conoció era lo que le convenía por sus costumbres, su educación, genio y hombría de bien. En efecto, su tutor, sus tías, sus parientes, aunque nada tenían que decir con respecto a su nacimiento y conducta, fue mucho respecto a sus facultades. El pretender la mano Brigadieres, Mariscales, mayorazgos opulentos y hasta Grandes de España, lo que nada influía en el ánimo de María era de tanto peso en sus parientes, que ya la juzgaban por loca, ya de querer vilipendiar a la familia, pues le negaba el lustre que con estos enlaces adquiriría. En fin, enemiga de sí misma, que pudiendo hacer una vida brillante, gozar de multiplicada conveniencia, de todas las diversiones, de todo lujo, se reducía a lo que tenía, que aunque era como hemos dicho de muchos miles de ducados, nunca era como hubiera sido con la reunión de otros. María que conocía su verdadero interés, sostuvo los ataques, los despreció. Hizo más, deshizo las viles tramas que le formaron para estorbárselo, sin que dejasen la de la negación de bula que necesitaba y al fin consiguió, de detenciones y en fin de cuanto fue motivable. Pero nada fue capaz de estorbarle su camino y así el 21 de junio de 1816 se casó. Rodrigo consiguió todo lo que podía apetecer, infinitamente más que aun llegando al último grado de la milicia, pues consiguió riquezas, juicio, excelente índole y en fin, una copia de su madre, sí, de su madre a quien seguramente debió toda su felicidad, pues que ella fue la causa de que estuviese adornado de todas las cualidades físicas y morales que le granjearon semejante fortuna.
Lorenza se portó en esta ocasión como en todas, hizo los gastos convenientes y los acostumbrados regalos aunque no como correspondía y merecía tan gran enlace, lo bastante para acreditar su talento y generosidad.
En el año 17, atenta siempre en el acomodo de sus hijos, entró en la orden de Alcántara a su hijo Francisco que hoy es prior; conoció a fondo la índole de sus hijos y conoció que su aplicación, un genio adoptado a todos los estudios y una índole excelente adquirida por la feliz educación de su madre, era a propósito para la carrera a que se destinaba, supuesta su voluntad. Así que no se engañó como en ninguno de los proyectos que intentó y realizó. El de sus hijos fue tan bien ideado que correspondieron a los deseos de su madre. ¿De dónde nació pues este exacto conocimiento, esta hábil penetración e inteligencia en el genio de cada uno de ellos, poniéndoles en el estado que pudiesen demostrar sus excelentes cualidades? ¿De qué libro, de qué biblioteca sacó estos conocimientos que honrarían a los más sabios y que dudo que lo consiguiera la naturaleza? Con una conciencia pura, cultivada por las máximas de una buena madre, la verdadera sabiduría.
Los años del 18 y 19, los invirtió en los cuidados de su casa entre temores y esperanza de la suerte de sus hijos, pues el 19 José y Rafael fueron atacados de la epidemia que causó tantos estragos en Cádiz y en la isla donde se hallaban, aquél para la expedición de América y éste por estar de guarnición en la isla. Ambos estuvieron en la agonía, mas ya fuese su suerte, o lo que es más seguro, las continuas plegarias de su madre tan virtuosa, que no dejó clamar por su salud, ambos sanaron como por milagro. La venida de Vicente a su casa con licencia, después de ascendido en guardia, le fue de mucha complacencia y las mejoras que recibía su casa que con excelente manejo iba siempre en aumento.
En el año 1820, fue de amargura para Lorenza. La revolución de las Cabezas hecha por una porción de tropas que, olvidando el deber militar, quisieron ocultar la repugnancia a los peligros de la guerra de América. La proclamación de la Constitución del 12. Sus dos hijos se hallaban, Rafael en la isla por estar de guarnición y José en Cádiz donde, los que bajo voz del rey, aparentaban oponerse a los de la Isla. A cualquier parte donde se inclinase la balanza, Lorenza perdía. Las noticias le dieron motivos de verter más de una lágrima y el tiempo de la duda y perplejidad, no fue corto.
Llegó el 20 de marzo en que el rey juró la Constitución y a consecuencia la juraron todos. Sus tres hijos, Rafael, José y Vicente quedaron ilesos, mas no sucedió así con Francisco. Instaladas las cortes generales, hija de la Constitución, se presentaron como un torrente que todo lo devastaba: Iglesias, Mayorazgos, Instituciones, costumbres de centenarios de siglos, todo se destruyó, todo se aniquiló. En una palabra, todo se destruyó y nada se edificó. Lorenza sentía a su hijo que, como eclesiástico y más como noble era el objeto del odio de los mandarines. Los expulsaron de sus casas y colegios y no le quedó otro recurso que el afecto nunca desmentido de su incomparable madre. Y que no padeció con las continuas asomadas del pueblo.
En este estado de revolución, de guerra civil que apuntaban se pasaron los años 21 y 22 hasta que a mediados del 23 rompió, digámoslo así, el aire, que habiendo andado todo este tiempo circulando por las cavidades de la tierra, llegó a romper y formar un terremoto que abismó la Constitución. Llegó el ejército francés, pasó a Cádiz, se apoderó de la persona del rey y muy pronto de Cádiz.
Nueva época, nuevos disgustos para Lorenza. Rafael, José y Vicente, con cortos intervalos se vinieron a su casa, sin destino, sin sueldo y sin consideración, con una nota que seguramente no merecían, pero que tuvieron hasta que el pueblo los conoció. Lorenza consiguiente su gran alma, no se aterró ni por el gasto ni por la pérdida de destino, ni por los peligros que habían sufrido, ni por el triste porvenir que los más le presentaban. Conoció que sus hijos eran constantes siempre a las máximas que habían recibido de ella, procuró darles los alivios que necesitaba su situación.
José fue a Villafranca con motivo de tener en aquella villa un primo llamado don Álvaro Jara, sin más objeto de ver la feria de Zafra. Vivía y aun vive en aquella villa don Mateo Cabeza de Vaca, casado con doña Carmen Montero de Espinosa, hija del Marqués de las Colonias. Este matrimonio era el verdadero retrato de unos ciudadanos perfectos en todos los sentidos. Sabios verdaderos o por mejor decir, sabios al natural porque brillaba en ellos la verdadera sabiduría sin ser ofuscada con las clases de la del día que son: palabras pomposas casi sin significado, discursos que ocupan una mañana y al fin merece el empleo de un minuto, locuacidad. Una sabiduría verdadera, un tino exquisito en todos los ramos, en especial del campo y ganadería, una conversación que jamás molesta, acompañando a todo un semblante que se concilia las simpatías de todos. Este es don Mateo Vaca. No aventaja éste a la de su esposa: afable, cariñosa, económica, sin estudios ni lección, excelente en los oficios propios de una madre de familia, este es el retrato de doña Carmen. Su manejo, hijo de estas cualidades, les había proporcionado una brillante posición, tanto que su casa competía o acaso más, que las pujantes de Extremadura. Estos señores tenían y tienen una única hija Mª Francisca Vaca, de 19 años. Creo que es inútil hacer la pintura de esta hija, pues es casi seguro que las hijas son lo que las madres buenas quieren. Y si era posible excedía ésta a la suya, pues además de una agradable presencia, de una sencillez, hija de la buena educación, sabía sin presunción que lo era. En medio de todas sus riquezas, no se encontraba en ella el menor asomo de vanidad y sí una humildad que encantaba. Por más decir que su mano era la manzana de la discordia de los señoritos y potentados de Extremadura y que sus padres contaban por docenas los pretendientes, sin determinarse a la elección por temor no fuese acertada. En esta ocasión llegó José a Villafranca. Su persona, sus modales y una circunstancia incomprensible que le acompañaba (que seguramente era el ser hijo de tal madre) llenó los deseos de hija y madre. Su padre, que idolatraba a semejante hija y a la que sólo quería dar gusto, además como hombre consumado, conoció ser acertada elección y se apresuró a complacerla. Y he aquí la felicidad de José, completa con una abundante sucesión y no turbada en tantos años con el menor disgusto ni desazón, no hay expresión para ponderar la felicidad que trae una mujer buena. El brillante acomodo de José, llenó a Lorenza de indecible satisfacción, pues siendo igual al de Rodrigo, había conseguido una fortuna cual deseaba y a cuyo fin había hecho tantos sacrificios; siendo un aumento de ella la amistad con doña Carmen con quien simpatizaba mucho.
En los años 25 a 30, constante siempre en su conducta no cesó de seguir su método que era el cuidado de su casa, ir al campo a menudo y remediar la adversa suerte que le cupo a su hijo Pedro de salir quinto en el 26. Hasta el reinado de Fernando VII, los nobles eran exentos de quintas, pues la palabra noble era sinónimo de soldado y no se creyó combatiente, hace una sola clase de éstos a los plebeyos. Así que entró la Ilustración, se anuló esta excepción, quedando sola la del dinero. Creyendo sacar inmensas sumas por el rescate, que se impuso a los nobles al principio de 2´088, después 15, luego de 48, lo que lejos de producirla, no produjo ni una mediana suma y sólo sacó el disgusto y el desprecio de una clase que había sostenido el honor de España y sostenido nuestro crédito. Lorenza no tuvo otro recurso para librar a su hijo que poner un sustituto, cosa no de mucha monta.
En el año 1826, sus dos hijos Rafael y Vicente permanecían en su casa, penetraba sus talentos para todos en especial para labor y granjería.
El genio festivo de Lorenza no decayó con la edad, pues el año del 30 contaba ya con 60 años y 47 de estado y aunque empezaba a sentir síntomas de decadencia, pues había sufrido 13 partos, muchas desazones y más cuidados, su semblante hasta este año no había resentido notables mudanzas.
El 28 de Agosto de 1830, yendo a la bodega a sacar lo necesario para las señoras de Villafranca, como a las 11 de la noche, dio una caída terrible que sin duda fue el principio de su enfermedad, tan larga y molesta y que al fin la condujo a la muerte. La bodega tenía enterrada las tinas de aceite, o se descuidaron en no tapar alguna o se rompió la puerta. Lo cierto es que cayó dentro de una hasta medio cuerpo y el pecho y la cabeza dieron contra el suelo y baños, de modo que apenas quedó en su cuerpo hueso que no se dislocase, ni de más de él que no estuviese acardenalado. Se acudió al momento con lo ordinario en estos lances, pero el daño fue grande y la convalecencia larga y nunca segura.
Este año se casó Rafael con doña Carmen Sánchez Arjona y Casquete de Prado, casamiento que aunque no como los anteriores, sin embargo capaz de sostener con decencia. Lorenza fue gustosa no tanto por su caudal como por su buena índole.
Los cuidados de sus hijos y casa nunca dejaron de ser el fuerte de Lorenza, a todo acudía aunque con trabajo por sus males, pero tan sufrida que a no ser de mucha gravedad siempre conservaba un semblante de afabilidad que le era característica. Llegó el tiempo de recolección del año 31, y su costumbre de ir a la casa de campo, donde fue el 16 de Mayo, solo pudo estar hasta el 26 del mismo y no volvió más temiendo la repetición de las tercianas. Sin embargo su método de vida era el mismo que desde niña había ejecutado.
En el año 1833, año memorable por la epidemia del cólera que se empezó a sentir en España, y aun en él llegó a 4 leguas de este pueblo. Solo en este año salió Lorenza una vez al campo. El día 21 de Septiembre le atacó una enfermedad que estuvo en el 24 en duda de si había o no expirado, en aquel triste tiempo en que solo se oían muertes en Sevilla, Badajoz, Olivenza y pueblos no distantes de éste, se podía dudar fuese su enfermedad acaso algún ramo del cólera, pero no fue así, sino una que los médicos ni conocieron ni curaron, como sucede las más de las veces. Por último con escrupuloso cuidado y regular convalecencia mejoró tanto, pero siempre en estado de debilidad.
Esta fue la triste época de la muerte de Fernando VII, principio de luto y desgracia para España, que con la duración de 5 años aun no se ha visto el fin. En el año 1834 a 22 de Mayo casó su hijo Vicente con la cuñada de su hermano Rafael, doña Encarnación Sánchez Arjona y Casquete de Prado. En este año se duplicaron los estragos del cólera e inundó toda España hasta Villafranca, de donde José y su familia tuvieron que retirarse a este pueblo y donde aunque estuvo a cuatro leguas y algunos coléricos en él, jamás se propagó.
En el 21 de Diciembre de este año le acometieron unos dolores de cintura los que hasta su muerte no la dejaron, se creyeron dolores reumáticos, mas cada vez se fueron aumentando hasta que en el año 1835 en el que el 30 de marzo falleció de repente su hijo Rodrigo dejando 4 hijos: José, Clemente, Manuela y Dolores. Acaecimiento que contribuyó al aumento de su mal, y ya el 10 de Agosto de este año casi no podía moverse y en Septiembre empezó a tomar los baños que de nada le sirvieron, como la infinidad de medicamentos que se le aplicaron, que sólo sirvieron de imposibilitarle más de modo que el fin del 35 ya le eran preciso muletas.
Siguió en este estado el año 1836, siempre en un grito, sin poderse acostar ni levantarse por sí, de modo que parecía vivir como de milagro. Pero a pesar de todo jamás dejó de cuidar su casa e hijos, y cuanto había en el campo, enterándose hasta de lo más mínimo. Con las muletas iba a despachar todo lo necesario, ayudándole la suerte en tener una casa donde todo estaba en el piso. Su semblante agraciado y genio alegre no la dejó. Antes del 25 de Diciembre tuvo a su mesa a todos sus hijos y ante todos con una jovialidad propia del día solemne. Esta mujer fuerte, cada vez lo fue más, el año 1837 fue para ella un año cruel, los dolores cada vez mayores, las coyunturas dislocadas, los músculos encogidos sin poderse mover. Pero su sufrimiento, su resignación, eran si cabe mayores que sus males, efectos de las máximas religiosas que había mamado en los pechos de su virtuosa madre. La sentábamos en una silla y en ella la conducíamos a la cocina, cuartos, jardines y a pesar de todo siempre conservaba el cuidado de su casa, lino, tela, hijos, campo, llaves, la ocupaban siempre como si estuviese buena. En Agosto de este año entre los muchísimos médicos que el deseo de sanar hacía se llamasen, vino uno que dijo estar dislocados los huesos del espinazo, en seguida se llamó uno que gozaba de gran concepto en este punto, vino en efecto y habiéndola mortificado en extremo, nada adelantó.
Llegó al fin el año 1838, en él iba la naturaleza visiblemente decayendo, ya no se notaba en esta heroica mujer aquella gracia que siempre la acompañó, a pesar de todo jamás dejó el cuidado de todo, haciéndose llevar a todos sitios. Su paciencia era inmutable. Consolaba a todos cuantos se afligían en vista de su continuo padecer. Su semblante siempre alegre a cualquiera que le hablara, sentía los males de su esposo e hijos más que los suyos. De nada se olvidaba de cuanto había tenido por obligación.
Mas el 30 de Abril, le dio un desmayo, indicio seguro de su próximo fin. Desde entonces su vida fue una continua agonía, sin embargo hasta el 11 de Mayo siguió su tren ordinario de vida que había tenido después de su postración. Ya el día 12 la acostamos para no volverse a levantar, en el 13 se confesó con aquella devoción propia de almas fuertes, sin embargo el mismo cariño, el mismo afecto para todos.
Ésta no entró en el estado de gravedad en que estaba, yo que siempre estuve a su lado, padecía un pequeño cólico. Lorenza lloraba sin consuelo y preguntada por qué, respondió que por el estado en que yo me hallaba, y cuando ella estaba en el último estado sentía más el dolor de su esposo.
He aquí la mujer fuerte. El 14 recibió a su Divina Majestad, siguió acaso mortal hasta el 18 en el que se oleó, y a las doce menos cuarto expiró con la paz propia de almas fuertes, a los 67 años, 8 meses de edad y 49 años y 7 meses de su casamiento
- ↑ El tutor era Francisco Javier Jaraquemada, sacerdote, hermano de su madre y prebendado de la catedral de Ciudad Rodrigo. Fue el que llevó como tutor a la hermana de José a esta ciudad y la casó con el Miranda.
- ↑ Primera Arjona que llegó a Ciudad Rodrigo, con su tutor Francisco Javier Jaraquemada, sacerdote, prebendado de la catedral.